Hacia mucha calor esa tarde de verano, ya había pasado la hora de la siesta, mi papá, había conectado la manguera de plástico a la llave del pequeño patio de luz de mi casa, mi insistente pedido había sido escuchado, mi pies calzaban las hawaianas de color azul, la ocasión así lo requería, una de ellas estaba rota, su pasador se había cortado de la suela de goma y ahora estaba sostenido horizontalmente, por un clavito perpendicular al orificio, no molestaba en mi pie y así aún podían ser usadas. Comencé a sostener el largo tubo, el líquido empezaba a salir, chorros gruesos, finos, como lluvia o goterones, los iba formando a medida que mi dedo impedía el paso del agua. Bajaba y subía el tubito de goma, hasta colocarlo con mi brazo extendido en alto y empinándome sobre la punta de mis pies. Quería llegar muy alto, mi cabeza y mi ropa estaban empapadas, la rosita de mi delantal estilaba, mis pies chapoteaban en la gran poza, saltaba sobre el agua que mojaba el pavimento y corría por la cuneta hasta la calle empedrada, haciendo percibir el fascinante aroma a tierra mojada, uno que otro vecino pasaba, El Estay, El Josecito, la Señora Adela, La Juanita, todos me miraban y sonreían mientras yo feliz, descubría bajo el chorro de agua y sobre el charco el maravilloso arco iris que se formaba.
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